Los países de América Latina alineados en la “lucha” contra el “comunismo”, y que permitían la explotación de sus recursos naturales a manos de los consorcios trasnacionales podían ser los mayores violadores de los derechos humanos, sin que le causara la mínima desazón al gobierno norteamericano. Así lo expresó brutal, pero diáfanamente el Secretario de Estado John Foster Dulles (1953-1959), quien al referirse al dictador nicaragüense Tacho Somoza, dijo que “era un hijo de perra” y aclaró: “pero es nuestro hijo de perra”. No les importaban los medios empleados por sus lacayos para reprimir el descontento de las masas latinoamericanas empobrecidas, sino que sus intereses comerciales fueran afectados, en lo mínimo. ¿Qué hicieron los Estados Unidos, en un pasado no muy lejano para contener a los más distinguidos violadores de derechos humanos de nuestros países? Los Somoza en Nicaragua, Trujillo en República Domincana, Duvalier en Haití, Ydígoras en Guatemala, Stroessner en Paraguay, D'Aubbisón en el Salvador, las dictaduras militares de Argentina, Brasil y Chile o los gobiernos autoritarios de Díaz Ordaz y Echevarría en México. Los derechos fundamentales tanto de sus nacionales como de los extranjeros, carecen de importancia frente a los intereses políticos y económicos del Imperio. Por ello, Washington instaló en Panamá la “Escuela de las Américas” donde acude la oficialidad de los ejércitos latinoamericanos para entrenarse en tácticas de contrainsurgencia, que incluyen la llamada guerra de baja intensidad contra la población civil y el empleo de la tortura. Cuando el Tío Sam arenga con sus prédicas acerca de la obligación de nuestros gobiernos de respetar los derechos humanos, sus palabras nos suenan a escarnio. Al término de la Segunda Guerra Mundial, los aliados decretaron la fragmentación en dos porciones, tanto de Alemania como de su capital: oriental y occidental. Con el tiempo, y para evitar el sabotaje económico, las autoridades de la República Democrática, instalaron un muro en torno al sector este de Berlín, que separó familias e impidió el libre tránsito de personas entre ambos sectores. Frente a esta situación los estadounidenses se desgarraron sus vestiduras por ese “muro de la vergüenza” que constituía un “atentado a la libertad”, uno de los más elementales derechos humanos, decían entonces. Berlín era una ciudad ubicada completamente en la República Democrática, y sobre la cual, ésta no podía ejercer a plenitud su soberanía, como si México sólo pudiera mandar en la mitad de Villahermosa por que la otra mitad perteneciera a Guatemala. Ahora, los Estados Unidos construyen un muro de más de 3000 kilómetros a lo largo de su frontera con México, bajo el pretexto de protegerse de los terroristas. Quienes por cierto, han sido o sus propios ciudadanos o turistas que admitió legalmente. En realidad tratan de impedir la entrada de inmigrantes que buscan la subsistencia. Ensayan una falsa salida a un problema que ellos mismos prohijaron. Pretenden encerrar a México y Centroamérica en un ghetto de pobreza, a la manera de los nazis con los judíos, del régimen del aparthied de los sudafricanos, o el que instrumenta Israel con los palestinos. ¿Dónde están hoy sus alegatos morales de ayer por la “sagrada” libertad de tránsito y de comercio entre las naciones? Ahora reciben el pago por haber apostado al estancamiento, la injusticia y la represión de los pobres en Latinoamérica, en lugar de haberlo hecho por la superación de nuestras sociedades. Esta circunstancia hubiera creado un inmenso mercado del Río Bravo a la Patagonia, apto para asimilar los excedentes de su producción industrial, un hecho que hubiera permitido blindar, por siglos, su hoy inestable economía. ROGER MAJO, septiembre del 2007
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